Cuando un determinado actor político se autodenomina de “centro”, automáticamente es visto desde los extremos como un pusilánime, un “blando” o como alguien que no tiene claridad ideológica. Y sin embargo, ser de centro no significa tal cosa. Ser de centro significa apelar a la razón antes que a las pasiones; es ser tolerante con aquellos que expresan ideas o pensamientos que se contraponen a los propios; es defender el derecho de los diferentes a ser diferentes porque se tiene conciencia de que una sociedad basada en el pensamiento único solo es posible entre autómatas programados para tal fin, mas no entre humanos…
En el discurso extremista a los
centristas también se les cataloga de colaboradores del otro extremo, porque
para un extremista es difícil entender una posición distinta a la suya propia. Para
ellos cualquiera que no se ubique en su lado de la acera tiene que ser, a juro
y porque sí, un agente del extremo contrario. Como vemos, estos sectores son
incapaces de aceptar matices. La
realidad es, pues, dicotómica, una lucha permanente entre buenos contra malos,
blancos contra negros, chavistas contra opositores, apátridas contra patriotas,
puros contra impuros y pare usted de contar.
Los extremos comienzan siempre
siendo minorías y, en sociedades en las que la razón prevalece, es muy poco probable
que terminen ganándose la simpatía de las grandes mayorías. Sin embargo, en
sociedades polarizadas el discurso que más ruido suele hacer -a pesar de no calar
en los sectores mayoritarios- es el discurso de los extremos. Esto sucede,
entre otras cosas, porque el centro político suele ser incapaz de generar un contra-discurso
que desmonte la épica construida al margen de la razón. Y es así porque en el afán
de ser tolerantes, los centristas terminan tolerando aquello que es
intolerable, en palabras de Popper, la
intolerancia misma. De esta forma, se crea el caldo de cultivo perfecto para
enterrar la razón y se deja en libertad al reptil que todos y cada uno de
nosotros llevamos en nuestro ADN.
En la Venezuela polarizada de hoy
existe una gran oportunidad para que en el centro político -en el que se ubica más
del 40% de la población venezolana si nos dejamos llevar por las encuestas más
conservadoras- se produzca una gran rebelión contra los extremos. Ya no se trataría
entonces de un determinado partido político peleando espacios de poder, sino de
un poderoso movimiento ciudadano en el que confluya la más variopinta expresión
de la sociedad venezolana y de donde nazca un liderazgo que no se someta al
chantaje de aquellos a quienes les conviene mantener a la familia venezolana
dividida contra sí misma.
La política solo es posible entre
seres racionales capaces de calcular los efectos que sus acciones ejercen sobre
terceros. Los militantes del extremismo le dan la espalda a la política porque
desdeñan de la razón y se entregan a las más bajas pasiones. No creen en el consenso
y por ello su accionar siempre va dirigido a imponer sus propias concepciones a
todo el universo. El expansionismo del Tercer Reich no difiere mucho de la idea
comunista de exportar –a sangre y fuego de ser necesario– la revolución.
Oposición y chavismo en Venezuela
también cuentan con sus “Hitler” y sus “Stalin”, a los que hay que enfrentar
unidos si queremos construir un mejor futuro para todos. No podemos permitir
que los extremos se impongan si realmente creemos en la democracia. Es, pues, la rebelión de la razón lo que lleva al chavista de a pie a darse cuenta de que el modelo que le venden por televisión no es viable, que es mentira que los gringos son culpables de la crisis y que no es cierto que no haya comida ni medicinas por culpa de la guerra económica. La rebelión de la razón, es decir, del centro, también lleva al opositor a darse cuenta que cambiar una tiranía por otra no tiene pies ni cabeza, que la lucha es por la libertad y que la libertad debe ser para todos. Como vemos es la razón lo que nos une en el centro y por ello es hora de encontrarnos para rebelarnos frente a la barbarie del extremismo.